jueves, 16 de junio de 2011

Nuestra Fiesta Privada Capítulo 3

—No puedo ir por Nick. —Pero mientras hablaba, el cerebro de Miley se inundó de imágenes de Nick desnudo, sobre ella, bajo ella, moviéndose dentro de ella—. Además, incluso aunque quisiera, no soy su tipo para nada.
Demi puso los ojos en blanco y le hizo un gesto a Miley para que le bajara la cremallera y pudiera cambiarse el vestido de dama de honor por uno de los albornoces de cortesía de la suite.
—Estupideces. La única razón por la que los chicos no te entran es por esa actitud que tienes de mosquita muerta. Créeme, con un mínimo estímulo por tu parte, aparecerían un montón de hombres a los que les encantaría tener la oportunidad de despeinarte un poco. —Se tomó de un solo trago el resto del champán que le quedaba y después se preparó un vodka con tónica en el minibar—. Nick Jonas no es ninguna excepción.
Miley puso la tele. Su incapacidad para «ligar» era uno de los temas favoritos de discusión de las dos amigas, que a lo largo de los años lo habían hablado hasta la saciedad, una conversación que a Miley no le apetecía tener en ese momento. A pesar de las ruidosas protestas y argumentos que daba Demi en sentido contrarío, en el fondo a Miley no le parecía que tuviera mucho con lo que trabajar.
Era bastante atractiva, suponía. Pero con 1,68 de altura, el cabello rubio ondulado, los grandes ojos azules y las modestas curvas de su cuerpo, se parecía bastante más a Sandra Dee, la niña buena de Grease, que a Marilyn Monroe. Hasta le podrían haber grabado «futura madre de familia respetable» en la frente. No se podía decir que fuera de las que le inspiraban a nadie pensamientos lujuriosos. Cosa que tampoco le había molestado mucho hasta, el momento.
Está bien, le había molestado el año que Nick y ella habían coincidido en Berkeley, cuando ella era una ingenua de primero y él, el chico de último curso que la protegía demasiado. A él lo había criado su madre, así que, hasta entonces, Miley solo lo había visto unas cuantas veces en su vida y solo recordaba vagamente a aquel tipo grande y guapo que había sido amable con ella en esas ocasiones, pero cuando se había tropezado con él durante su primera semana en el campus, Nick, a sus veintidós años, había inspirado en ella de repente todo tipo de sensaciones y fantasías sexuales, sentimientos que Miley no había experimentado en su vida. Ni los había vuelto a experimentar después.
—Soy como su adorable hermanita pequeña —dijo con tono sombrío—. Siempre lo he sido. —No pudo evitar sonreír al recordar a Nick cerniéndose sobre más de un desafortunado chico de alguna fraternidad que intentaba emborracharla con cerveza de barril o ponche de garrafón—. No lo había visto desde que se largó, después de la monumental bronca que tuvo con su padre y Joe justo después de que yo me graduara de Berkeley.  —Miley apenas había pensado en Nick en los cinco años transcurridos desde que se había marchado. O más bien no se había permitido pensar en él, quizá porque, en el fondo, sabía que terminaría tal y como estaba en esos momentos. Con el cerebro lleno de imágenes lascivas, inquieta, tensa y sin esperanza de encontrar alivio en el guapísimo pedazo de carne responsable de todo aquello.
Hora y medía después, Miley vagaba por todos los canales de televisión por milésima vez mientras se terminaba los restos de champán. Demi roncaba entre las almohadas con una bolsa medio vacía de M&M's de mantequilla de cacahuate apretada en el puño.
Maldita fuera Demi y toda esa charla de vengarse con un buen polvo y arrojarse en brazos de Nick. No podía dejar de pensar en él, enredado en sus sábanas de seiscientos hilos, todo músculos y piel bronceada.
La lujuria se acumulaba en el vientre de Miley, mezclada con la indignación, mientras examinaba cada rasgo de la suite nupcial. Se suponía que era su noche de bodas, maldita fuera. Se suponía que tenía que estar rodando por aquella cama y retozando en el jacuzzi con el hombre con el que se había casado.
Por extraño que pareciera, la idea no era tan dolorosa como embarazosa. Una vez superado el susto inicial, Miley se dio cuenta de que el problema que tenía era más por su orgullo herido que porque Joe le hubiera roto el corazón. Quería casarse con él, al menos eso había pensado. Con todo, siempre había sabido que el suyo habría sido un matrimonio basado en la compatibilidad más que en la pasión. Y a ella le había parecido bien. Pero hasta ese momento no se había dado cuenta de la poca consideración que sentía Joe por ella, tan poca que había sido capaz de hacer algo así el día de su boda.
Si miraba las cosas con perspectiva, se daba cuenta de que había actuado como un felpudo, ¿era de extrañar entonces que Joe pensara que podía pisarla sin más? Pero todo eso iba a cambiar, desde ese mismo instante.
Quizá Demi tenía razón. Quizá solo tenía que dejar de comportarse como una niña buena para que los hombres se enteraran de que ardiendo bajo su aspecto seráfico había una diosa del sexo esperando a que alguien la soltara. Solo había un modo de averiguarlo.
Fue al tocador y sacó un pequeño paquete de papel del que extrajo el negligé  que había elegido para esa noche. Cuando se lo puso, la seda fresca alivió su piel ardiente. Estiró la tela sobre las caderas y alargó el brazo para ponerse otra vez el albornoz violeta, después cogió el neceser íntimo que con tanta consideración proporcionaba el personal del Winston.
La vieja Miley jamás haría algo como lo que había planeado, pero a la nueva Miley le habían prometido sexo esa noche y no pensaba renunciar a él.
Nick se quedó mirando el minibar mientras se planteaba su siguiente selección. Tenía que reconocérselo a su padre y Billy: ellos sí que sabían con qué había que llenar un minibar. Podía emborracharse una semana entera si quería.
Que era con toda probabilidad lo que habría hecho sí no tuviera que irse casi al amanecer para regresar a Cayo Holley.
Eligió una botellita de Jack Daniel's y lo rebajó con la otra mitad de la Coca-Cola que le había quedado del cuba libre que se acababa de ventilar. Hizo una mueca al ver lo que costaba el licor en la hoja de precios del minibar. Cierto, era absurdo esconderse en su habitación a beber un licor de precio ridículo cuando podía estar disfrutando abajo de la barra libre.
Pero era incapaz de enfrentarse a aquello. Había cumplido con su obligación. Había aparecido, había sido el padrino perfecto y había fingido estar encantado de ver que la pequeña Miley Cyrus se encadenaba a un imbécil integral como Joe. Después, había salido zumbando de allí nada más escupir el brindis preparado y totalmente insincero que había tenido que soltar.
Nick no se hacía ilusiones con su hermano mayor y la clase de marido en la que iba a convertirse. Joe era exactamente igual que el padre de ambos: hábil, intrigante, el típico chico que necesitaba quedar siempre por encima. Un carácter que les venía muy bien en los negocios pero que era un infierno para las mujeres que metían en sus vidas. Su padre ya iba por el cuarto matrimonio y era muy probable que engañara a su mujer. Paul Jonas no podía renunciar a la emoción de la caza o la satisfacción de la conquista. Y Nick no albergaba dudas: Joe era igual que su padre.
Aferró con más fuerza la copa y se acomodó entre las orondas almohadas que adornaban la cama gigante de la habitación. No sabía por qué estaba tan disgustado. Tampoco era como si se hubiera pasado los últimos cinco años suspirando por ella. Por lo menos no mucho. Pero habían pasado nueve meses desde que había recibido el anuncio del compromiso. Nueve meses para deshacerse de cualquier ilusión que pudiera haberle quedado de llegar a disfrutar algún día de todo lo que la dulce Miley tenía que ofrecer.
No obstante, las imágenes de aquella chica seguían atormentándolo. Miley con su bikini rojo el verano que había cumplido los dieciséis años. Unos pechos pequeños y redondos que se apretaban contra la ceñida tela. Miley en el club de campo, la niña bien, perfecta con sus pequeños diamantes y sus perlas. Siempre había sido toda una dama, incluso de adolescente, cuando lo irritaba con su gazmoñería al tiempo que le inspiraba escabrosas fantasías en las que él le demostraba lo divertido que podía ser portarse mal.
Y al fin la peor imagen de todas. Miley, de pie ante el altar junto a su hermano, tan frágil como una muñeca de porcelana mientras hacía los votos que la unían a Joe.
Se ventiló el resto de la copa, como si con eso pudiera ahogar las voces de su cabeza que lo ponían verde por no haber intentado algo Miley cuando había tenido la oportunidad. Ah, no, por alguna extraña razón a los veintidós años había tenido que desarrollar una vena noble cuando se trataba de aquella chica, quizá porque había sabido por instinto que si salía con ella solo terminarían sufriendo los dos. Así que en lugar de permitirse disfrutar de aquella larga fantasía recurrente en la que le enseñaba a la virginal Miley todo lo que había que saber sobre las alegrías del sexo, se había dedicado a ser su protector en lugar de su amante.
Y mientras él estaba en el Caribe matándose para poner Cayo Holley en la cumbre de los complejos de lujo de primera clase, el que le había tirado los trastos había sido el idiota de su hermanastro.
Un golpe en la puerta lo sacó con un sobresalto de su meditación. Un vistazo por la mirilla reveló a la última persona que hubiera esperado ver allí. Miley Cyrus (más bien Jonas, con los rasgos distorsionados por el efecto pecera de la mirilla) aporreaba con determinación la puerta de su habitación en la que se suponía que era su noche de bodas.
Nick descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Por un momento creyó que estaba sufriendo una alucinación. O quizá había hecho una mezcla un poco fuerte con el último ron y Coca-Cola que quedaba en el minibar, se había desmayado y estaba soñando. Desde luego no era la primera vez que Miley invadía sus sueños pero por lo general llevaba algo un poco más provocativo que la deshilachada bata violeta de abuela que ya tenía en la universidad. Tenía que ser real, porque si fuera un sueño, a esas alturas la bata ya estaría en el suelo y él ya estaría medio metido en aquel cuerpo.
El año que habían coincidido en Berkeley, Nick había llegado a la puerta del dormitorio de la residencia de la joven en incontables ocasiones y se la había encontrado recién salida de la ducha y envuelta en aquel albornoz. La idea de despojarla de aquella prenda suave y gastada para poder recorrer con la lengua toda su piel suave y húmeda se había burlado en casi todas aquellas ocasiones de la promesa que había hecho de no ponerle las manos encima.
Nick se recordó con furia que era una mujer casada, y con su hermano, por si fuera poco. Tenía que haber pasado algo grave para que Miley estuviera allí. ¿Cómo se le ocurría, a él empalmarse cuando necesitaba toda la sangre posible en el cerebro?
—¿Le ha pasado algo a Joe? —preguntó Nick cuando Miley no dijo nada. Se le había quedado mirando con la boca un poco abierta. Nick casi podía sentir el calor de aquella mirada en su piel mientras lo iba recorriendo entero, primero el pecho, después el abdomen plano para seguir bajando, hasta que las cejas femeninas se alzaron con cierto interés.
Nick bajó los ojos y se puso colorado cuando se dio cuenta de que no llevaba más que los boxers.
—¿Puedo entrar? —dijo Miley al tiempo que alzaba de mala gana los ojos hacia la cara de Nick.
Nick se apartó para dejarla pasar y en algún lugar de su cerebro nublado por el minibar se disparó una alarma. Por lo general, las mujeres no visitaban las habitaciones de otros hombres a las dos de la mañana de su noche de bodas.
Miley se encaramó al borde de la cama y encendió la lamparilla de la mesita. La luz la envolvió en un fulgor tenue que iluminó su cabello de color dorado pálido y su piel suave como la de un bebé. Aparentaba unos catorce años con sus grandes ojos azules y los labios suaves y rosados. Había vuelto a clavar los ojos en él y en su expresión había cualquier cosa menos inocencia.
Nick cogió con gesto casual uno de los albornoces que colgaban en su armario e hizo una mueca cuando se dio cuenta de que eso de que la talla única sirve para todos no se aplicaba a su cuerpo. El albornoz le tiraba de los hombros, no le cubría el pecho y apenas le dejaba estirar los brazos.
—Te fuiste temprano de la fiesta, ¿no? —dijo la joven, como si fuera lo más normal del mundo estar en su habitación cuando debería estar disfrutando de su primera noche de sexo marital—. Nunca te gustaron mucho los actos que exigen corbata.
Nick asintió.
—Pues no, y además tengo que tomar un vuelo muy temprano. —Se sentó en la cama, al lado de ella y solo su aroma fue suficiente para volverlo loco. Como en sus mejores sueños, Miley había aparecido en su habitación de hotel. Pero en la realidad hablaban de trivialidades, del banquete y sus planes de viaje.
Y aunque cada una de sus terminaciones nerviosas era consciente de lo que tenía delante y le rogaba que la echara en la cama, Nick sabía que no era para eso para lo que Miley había ido allí.
¿O sí?, se preguntó cuando la joven se encogió de hombros y una de las mangas del albornoz se deslizó y le dejó el hombro al descubierto.
A Nick se le secó la boca al ver el diminuto tirante de satén de color marfil que se apoyaba en aquella piel suave.
—Sorprendí a Joe tirándose a su ayudante en el cuarto de las escobas.
La revelación de Miley lo arrancó por un momento de la fantasía que estaba teniendo en la que cogía el tirante con los dientes y lo bajaba por la piel sedosa del brazo femenino.
—¿Que sorprendiste qué?
—Fui a buscarlo para cortar la tarta y lo encontré tirándose a su nueva ayudante, Camila, en el cuarto de las escobas que hay junto al salón de banquetes.
Miley parecía sorprendentemente tranquila, dadas las circunstancias. Claro que Miley nunca se dejaba llevar por sus emociones. Si alguien podía manejar una situación así con elegancia, esa era Miley.
—Así que me subí al escenario y les expliqué a todos lo que había ocurrido, y después le aplasté la tarta en la cara.
No debía de haber sido muy divertido pero Nick no pudo contener la carcajada. La serena y perfecta Miley estrellando una tarta en la cara del tan perfecto Joe. Y nada menos que delante de quinientos de sus amigos más íntimos y socios empresariales.
Nick no pudo evitar la risita baja que le brotaba del pecho.
—Siento habérmelo perdido. —Hizo una pausa e intentó recuperar la compostura—. Perdona que me haya reído. Sé que para ti no tiene ninguna gracia.
Una sonrisita traviesa que Nick no había visto jamás cruzó la cara de la joven.
—De hecho, fue graciosísimo. Encima, Joe todavía llevaba la bragueta abierta, el muy idiota.
—Lo siento mucho. —Nick se acercó un poco más y le envolvió los hombros con un abrazo de consuelo, Miley se acurrucó contra él, su amigo enterró la nariz en la suavidad de su cabello y aspiró el aroma limpio y fresco de la joven. A Nick siempre le había encantado cómo olía Miley, a jabón fresco y flores blancas. Nick le dijo con toda firmeza que se fuera calmando. Miley había ido allí para que la consolaran, no para que le tiraran los trastos.
Pero entonces la joven se volvió hacia él y le deslizó la mano por el torso, por dentro del albornoz, después lo rodeó hasta apoyar los dedos en la piel desnuda de su espalda. Nick estuvo a punto de ponerse a ronronear cuando las yemas femeninas trazaron pequeños dibujos en los músculos de sus hombros.
—Me alegro tanto de verte otra vez, Nick —murmuró Miley acurrucándose todavía más contra él hasta que la bocanada cálida de su aliento le cosquilleó en el cuello—. Te he echado de menos.
—Yo también me alegro mucho de verte, Miles. —Nick le acarició la espalda con gesto tranquilizador. Solo la estaba consolando. ¿Qué tenía eso de malo? Nada. Bajó un poco más la mano y puso a prueba la resistencia de la cadera femenina antes de esquivar el trasero de la joven con nobleza para volver a deslizarle la mano espalda arriba.
Miley se apartó un poco pero sin dejar de abrazarlo, mientras con la mano seguía provocando la piel desnuda de la espalda masculina.
—Se supone que es mi noche de bodas. —El rostro de la joven era sombrío pero no lucía la expresión dolorida que Nick hubiera esperado en una mujer a la que acababa de traicionar el hombre al que amaba—. Se supone que esta noche la iba a pasar haciendo el amor con mi flamante marido.
Lo único que podía hacer Nick era asentir. ¿Adonde quería ir a parar con todo eso?
—¿Sabes que me he pasado toda la vida intentando ser perfecta? Lo he hecho todo bien, todo lo que mis padres han querido, y mira lo que he conseguido.
Era cierto. Al contrario que él, Miley se había pasado la vida intentando conseguir la aprobación de sus padres —sobre todo la de su padre—. Uno de los grandes motivos por los que nunca le había dicho nada a Miley era porque sabía que Billy Cyrus jamás aprobaría que su hija anduviera por ahí con el hijo salvaje de Jonas, el producto de un segundo matrimonio, breve y escandaloso, con una camarera de Las Vegas. Siempre que Nick había ido a visitar a su padre y se había tropezado con Billy Cyrus, el magnate le había dejado muy claro que no le gustaba la idea de que Nick mirara a su hija siquiera. Miley había tenido tanto cuidado de mantener su amistad en secreto que él había sabido que nunca lo presentaría en su casa como su novio. En aquel momento, Nick había decidido que era mejor conformarse con una amistad; temía que si llegaba a acostarse de verdad con ella, no sería capaz de evitar gritar a los cuatro vientos que aquella mujer era suya y a la mierda con las consecuencias. Y entretanto se había tragado el resentimiento que le inspiraba tener que ocultar su inocente relación como si fuera una especie de sucio secreto.
Y cuando Nick había abandonado el redil familiar para perseguir su sueño de fundar su propio complejo de lujo supo que Miley jamás se plantearía dejar la seguridad del nido familiar para reunirse con él. Tampoco era que él hubiera considerado la opción de preguntárselo. Por lo menos no más de unas cien veces.
Por aquel entonces no había tenido la oportunidad de tener un futuro con ella y tampoco la tenía esa noche. Pero allí estaba, mirándolo con aquellos grandes ojos azules, presumiendo de hombros sexys y llenándolo con una mezcla perturbadora de lujuria y ternura, queriendo intrigar como fuera para llevársela a su isla paradisíaca hasta que reconociera que era suya y de nadie más. ¿Pero qué demonios le pasaba? Había tenido años enteros para superar todas aquellas chorradas. Había tenido tiempo de sobra —por no hablar de mujeres de sobra— para conseguir superar el hecho de que su irracional encaprichamiento con Miley jamás encontraría satisfacción.
¿Qué importaba que estuviera en su habitación en plena noche? Era demasiado mayor para dejar que Miley (que no tenía ni la más remota idea del tornado que bramaba en el interior de Nick) lo enredara. Aunque sabía que no era buena idea que siguiera acariciándola, recorrió con el pulgar la curva de la mejilla de la joven mientras intentaba como podía no hacer caso de la intensa descarga que se atravesaba todo el cuerpo.
—Ojalá pudiera haberme parecido más a ti, ojalá hubiera tenido el valor de defenderme sola y decir lo que quería. En lugar de eso, dejé que me convencieran para casarme con un hombre que sabía que nunca me haría feliz.
Nick asintió.
—Siempre pensé que te merecías algo mejor. —La envolvió entre sus brazos y la estrechó con fuerza.
—Y desde hoy mismo yo también lo sé. Y ahí es donde entras tú.
La mano de Nick se congeló en la espalda femenina. Por un instante le había parecido que volvían a los viejos tiempos. ¿Cuántas veces había consolado a Miley cuando el chico que le gustaba rompía con ella? Por supuesto, una parte de él, se moría por desnudarla, pero había sido capaz de contenerla y recuperar el ritmo antiguo y conocido de su vieja amistad.
Pero allí estaba esa mirada otra vez. Esa mirada que decía que aquella chica lo quería de la cabeza a los pies.
Ojalá. Debía de estar muy borracho, o haberse vuelto loco. O las dos cosas.
—Nick, tengo que pedirte un favor muy grande. —La expresión de la joven había perdido el fulgor lujurioso y se había convertido en un gesto de expectativa cortés.
—Lo que quieras, Miles.
—Quiero que te acuestes conmigo.

martes, 14 de junio de 2011

Nuestra Fiesta Privada Capítulo 2

Atravesó la multitud sin ver más que el contorno borroso de color carne de los invitados que intentaban estrecharle la mano y besarla en la mejilla para felicitarla. Hizo caso omiso de todos y cada uno y se dirigió al estrado que había en la parte delantera del salón y que en esos momentos ocupaba la orquesta.


Cuando subió el primer escalón la radiante novia sintió una mano firme que le cogía el brazo, pero ni siquiera reconoció a Demi cuando se desprendió de los dedos de su amiga.
Miley le hizo una seña a la orquesta para que parara, cogió el micrófono y lo bajó hasta que lo tuvo a la altura de la boca. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba temblando. No era un simple temblor de manos sino un auténtico terremoto por todo el cuerpo. Se quedó mirando una multitud que representaba a la crema y nata de la sociedad de San Francisco. Por el rabillo del ojo vio al alcalde viéndole el trasero a una de sus primas. Los socios de su padre, los concejales de la ciudad y los ricos financieros y sus esposas; todos la miraban con actitud expectante.
Miley se humedeció los labios y apretó al micrófono. Se le quedaron los nudillos blancos cuando se aferró al micro como si fuera un salvavidas. Miró a su derecha y se le encogió el estómago cuando dos camareros entraron con el carrito que llevaba la tarta de bodas de cinco pisos, de chocolate y frambuesas con glaseado de vainilla, y la colocaron a su lado.
— ¿Pueden prestarme atención, por favor?
La petición era innecesaria, todo el mundo se la había quedado mirando con la boca ligeramente abierta.

—Les agradezco que hayan venido para celebrar lo que se suponía que iba a ser el día más especial de mi vida. —La inundó una sensación vaga, como sí abandonara su propio cuerpo y pudiera verse desde el otro extremo de la sala. ¿Qué iba a decir a continuación la pequeña novia psicópata?—. Por desgracia, ese día tan especial lo ha arruinado el hecho de que mi marido —Miley señaló con un gesto la parte posterior del salón, donde Joe luchaba por abrirse camino entre la multitud— decidiera que su banquete de boda era el sitio perfecto para enredarse con su nueva ayudante.

Un coro de gritos ahogados y murmullos se alzó entre la multitud y lo puso todo en perspectiva de repente. La gente se quedó mirando con la boca abierta y los ojos casi salidos de las órbitas mientras estiraba el cuello para ver al novio descarriado.
—Así que, si bien les ruego que sigan disfrutando de la fiesta, yo creo que voy a dar la noche por terminada. —Se recogió la falda entera y apenas había conseguido llegar al borde del escenario cuando Joe la alcanzó al fin.

—Miley, lo siento, por favor, tienes que escucharme. —Joe se había peinado y se había estirado el esmoquin, y una vez más era la encarnación de la masculinidad impecable. La cogió por los brazos con tanta fuerza que Miley supo que le quedarían marcas y después le dijo con tono suplicante—: Soy adicto al sexo. Es una enfermedad. No puedo evitarlo, Miles…

Miley se deshizo de las manos de su novio de un tirón y una oleada de rabia la sacó de repente de su estado de shock. Esa era la clase de excusa que se le tenía que ocurrir a Joe: algo que lo absolvía a él de toda responsabilidad personal y suscitaba comprensión en lugar de censura, Miley se puso tan furiosa en un momento que temió que la cabeza le estallara en llamas.

— ¿Adicto? —chilló—. ¡Pues para ser un adicto no has tenido mayores problemas para no ponerme ni un dedo encima a mí!
Joe se acercó a ella con gesto decidido pero Miley se apartó e intentó rodearlo.

— ¿Tengo yo la culpa de querer evitar un caso permanente de congelación? —murmuró Joe en voz tan baja que solo ella pudo oírlo. De cara a la multitud se explayó un poco más—: ¿Cómo puedes darme la espalda así cuando necesito tu apoyo?

Todos los ojos se habían clavado en el drama que se desarrollaba sobre el escenario.
—Apártate de mi camino, Joe. —Miley tenía que salir de aquel salón, tenía que alejarse de todos y de todo lo que la había obligado a someterse a aquella humillación pública.

Joe se movió otra vez para cogerla, Miley estiró el brazo hacia atrás por instinto y sus dedos entraron en contacto con la superficie cremosa de la tarta. Se giró un poco y cogió el piso superior del pastel, bastante pesado, por cierto. Después hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban y estrelló la tarta contra el rostro conmocionado de Joe.

—Quizá quieras subirte la cremallera de paso —se burló la novia.

Tras lo cual, Miley Cyrus, su alteza serenísima la princesa del imperio hotelero D&D, cuadró los hombros, levantó la barbilla con arrogancia y sacó su persona, manchada de vino y tarta y totalmente enfurecida, del salón del banquete.

— ¡Maldito sea, maldito sea, maldito sea!

Miley se arrancó el velo y maldijo otra vez cuando casi la mitad del pelo se le desprendió del cuero cabelludo en el proceso. Las horquillas salieron disparadas de su cabeza como confeti y su liso y perfecto moño francés quedó diezmado, con lo que su corte a lo paje se disparó en mechones rubios pegajosos de laca que le llegaban a la barbilla. Se quitó de un par de patadas los zapatos Manolo hechos a medida y entró en el baño a grandes zancadas para buscar un cepillo.
El reflejo que la recibió desde el espejo era alarmante, por llamarlo de alguna manera. Estaba colorada, cortesía de una combinación de ira y todo el champán que había consumido. Llevaba el pelo de punta, muy al estilo Medusa, algo muy parecido a lo que veía algunos de sus peores días nada más levantarse de la cama. Una risa semiperturbada le hormigueó en la garganta.
Su precioso vestido sin tirantes, confeccionado para que se adaptara a la perfección a su pequeño cuerpo, lucía una gigantesca mancha de vino en el corpiño y un gran borrón negro en la falda, donde se había quedado atrapada en las puertas del ascensor durante su frenética huida del salón de banquetes.

¿Cómo puede estar pasando esto?
Por lo general, Miley no era de las que se dejaba llevar por la autocompasión. ¿Cómo iba a hacerlo cuando tenía más de lo que cualquier mujer tenía derecho a pedir? Unos padres implicados en su educación, aunque no especialmente cariñosos, y un prometido —no, que sea ya marido— guapo y con éxito. Un trabajo que le encantaba como directora ejecutiva de eventos especiales en el Winston y un generoso complemento paterno a sus ingresos que le permitía tener un adorable apartamento de dos dormitorios en Pacific Heights.

¿Era mucho pedir ser la única pareja sexual de su marido en su noche de bodas?
De repente sintió un nudo en el pecho y empezó a quedarse sin aliento. El corpiño del vestido impedía que le llegara aire a los pulmones y Miley empezó a tirarse como una loca de los botones que le cubrían la espalda entera.

Gruñó y tironeó de la tela pero le temblaban los dedos, incapaces de dominar los botoncitos forrados de seda. Comenzó a hiperventilar todavía más y supo que estaba a meros instantes de desmayarse. Con la suerte que tenía, lo mismo se daba un golpe en la cabeza con el váter y sufría una lesión cerebral masiva.

—Estúpido vestido—jadeó mientras intentaba en vano alcanzar los botones. ¿Por qué tenían que hacer unos vestidos de novia tan difíciles de poner y quitar? ¿Qué clase de tradición sádica era esa, meter a una mujer en una prenda que no podía ponerse ni quitarse sola si había una emergencia?
Si pudiera encontrar las tijeritas de las uñas, podría cortarlo y sacárselo. Volcó el contenido del neceser en el suelo y estaba revolviendo como una poseída entre la pila resultante cuando oyó que alguien llamaba a la puerta de la suite.

—Largo —chilló mientras buscaba entre el contenido del neceser con las manos temblorosas. ¿Dónde estaban las malditas tijeras? Demi las había usado esa mañana para cortar un hilo suelto de la bastilla del vestido, quizá estaban en la salita…

—Déjame entrar. —Era Demi, que le hablaba con tono firme a través de la pesada madera de la puerta.

Miley apretó los puños y entre ellos la tela del vestido.
—Vete. Ahora mismo no quiero hablar con nadie.

—Miles, si no me dejas entrar, tu madre va a hacer que el gerente le dé una llave.

Miley se derrumbó en el suelo del baño, derrotada. No le cabía la menor duda: su madre era muy capaz de hacer eso y a Miley ya no le quedaban fuerzas para enfrentarse a la histeria de Leticia Cyrus. Tenía que dejar entrar a Demi, aunque solo fuera para que bloqueara la puerta.

—Voy. —Se levantó despacio y en el proceso se pisó el borde de la falda. Oyó el ruido de una tela que se rasgaba y al mirar vio un desgarrón de diez centímetros en la costura, donde la falda del vestido se unía al corpiño. La verdad, por veinte mil dólares se diría que un vestido tendría que aguantar un poco más.

Miley abrió la puerta. Su mejor amiga tenía una expresión preocupada y cautelosa en sus grandes ojos castaños. Cruzó el umbral sin decir nada y abrazó a Miley.
— ¿Estás bien?

Miley se desprendió del abrazo de su amiga con suavidad pero con firmeza. Si bien agradecía el gesto, temía derrumbarse del todo al menor roce.

—Estás hecha un desastre.

—Sí, ya lo sé.

No le costaba nada hacerse una idea de la imagen que estaba dando, sobre todo en comparación con Demi, que tenía un aspecto sexy y lleno de glamour, con su alta figura y el cabello oscuro realzado a la perfección por el vestido largo y lila de dama de honor.

Una nueva oleada de angustia embargó a Miley cuando recordó que más de quinientos amigos y parientes seguían sin duda abajo, preguntándose qué demonios estaba pasando. Se le aceleró la respiración y volvió a tironearse del vestido, desesperada por deshacerse de la voluminosa prenda.

— ¡Quítame esto de encima!

—Espera, espera. —Demi la cogió por los hombros para detener los frenéticos movimientos. Después le dio la vuelta y en un momento había desabrochado los botones y los broches del corsé de encaje francés que llevaba debajo.

Cuando el vestido cayó a sus pies convertido en un charco de espuma blanca, Miley respiró hondo varias veces. Qué maravilla poder llenarse los pulmones con libertad. Después abrió los ojos y lo apartó de una patada colérica. Tras quitarse el igualmente restrictivo corsé del torso, se acercó al armario para sacar su albornoz violeta. Con casi diez años de antigüedad, andrajoso y desvaído después de muchos lavados, la consolaba tanto como la mantita favorita de un bebé.

—Joe odia esta bata. Decía que me hacía parecer una abuela. —Miley saboreó la profunda satisfacción que sintió cuando se ciñó el cinturón alrededor de la cintura—. Me obligó a dejar de usarla delante de él, iba a deshacerme de ella tras esta noche.

Se sentó al borde de la cama, junto a Demi, y ocultó la cara entre las manos. Su albornoz favorito parecía un símbolo de todo a lo que había estado dispuesta a renunciar en el curso de su relación con Joe. Se acabaron las caminatas por las colinas de Marín porque Joe quería que hiciera ejercicio bajo la mirada estricta y reglamentada de su entrenador personal del club olímpico. Nada de ponerse ropa mona y moderna porque necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir para parecer mayor y más sofisticada. Debía cambiar su encantador y pequeño escarabajo por un BMW serie 5 porque era «más apropiado para la imagen que tenía que cultivar».

Tantas cosas, grandes y pequeñas, pero todas ellas cosas que le gustaban, cosas que formaban parte de ella. Había renunciado a todas ellas con una misión concreta: ser la hija perfecta, la novia perfecta, la todo perfecta.

—No me puedo creer que me hiciera esto —dijo—. ¿Te puedes creer que me hiciera esto? —Miley se quedó mirando a Demi.

Las cejas alzadas de Demi y su consoladora palmadita en la rodilla de Miley fue más que suficiente para transmitir que nada de aquello la había sorprendido en absoluto.
—Me siento como una estúpida. De verdad pensé, después de sorprenderlo en primavera, que me sería fiel. Pero apuesto a que nunca dejó de engañarme en todo este tiempo.

—Pues no, no dejó de engañarte. —La convicción de Demi provocó un hormigueo de irritación que atravesó los hombros de Miley.

— ¿Y tú cómo lo sabes con tanta seguridad?

—Miles, lo vi por toda la ciudad. —Al contrario que Miley, Demi era una juerguista convencida y le encantaba explorar los restaurantes y discotecas más animados de San Francisco. A pesar de todos sus esfuerzos, eran raras las veces que Miley se unía a ella para pasar una noche de fiesta—. Por lo menos una vez a la semana lo veía con alguna mujer en el Bubble Lounge o en el Redwood Room. Y si no llegaba con alguien, se iba con alguien.

Había veces que Miley agradecía de verdad la franqueza de Demi pero esa no era una de ellas.
— ¿Por qué no me dijiste nada? —Para ser justos, Demi no tenía la culpa del comportamiento de Joe, pero Miley no podía creer que la mujer que llevaba cinco años siendo su mejor amiga fuera capaz de ocultarle semejante información.

—Pero si te lo dije —dijo Demi, exasperada—. Más de una vez. Y cada vez volvías a aceptarlo. Siempre supiste que no iba a cambiar. Si tú estabas dispuesta a no darle importancia a sus aventuras, ¿quién era yo para intentar convencerte de lo contrario?

A Miley se le hizo un nudo en el estómago y aunque no dijo nada reconoció que lo que decía Demi era cierto. Desde que se lo había presentado, a Demi le había caído mal Joe.

Era demasiado hábil, decía Demi. Demasiado refinado, un repelente niño Vicente pero con mejor pinta. Había intentado, a veces con sutileza —pero la mayor parte de las veces sin ella— convencer a Miley para que lo dejara. Una vez, tras una fiesta, Demi incluso había afirmado que Joe había intentado besarla, y eso que Miley estaba en la habitación de al lado. La acusación había encolerizado a Miley de tal modo que no le había dirigido la palabra a Demi en todo un mes. Las amigas terminaron por hacer las paces pero desde ese momento, si Demi tenía algo en contra de Joe, se lo guardaba.

Pero a pesar de la estricta política de «sin comentarios» que había instaurado, Demi había sido incapaz de quedarse callada esa primavera. Había visto a Joe saliendo del hotel Clift a primera hora de la mañana de un día laborable con una seductora morena prácticamente pegada al costado, cuando se suponía que estaba en Seattle por negocios.

A esas alturas, Miley ya se había atrincherado en los preparativos de la boda que planeaban para el otoño, embalada en su carrera hacia su futuro como la señora de Joe Jonas. Se había convencido de que Joe había tenido un desliz, pero solo esa vez. Y dado que Miley se había visto obligada a admitir, aunque solo fuera ante sí misma, que su vida sexual no era demasiado espectacular, parte de ella se preguntó si quizá no fuera también culpa suya. Después de eso, se había jurado esforzarse más para ser la clase de amante que quería su prometido y así evitar futuros problemas.

Claro que, en el fondo, Miley siempre había sabido que aquella no había sido la primera vez, ni la única. Que era por lo que sus intentos de darle un poco más de sabor a su vida sexual se habían reducido a la compra de un inmenso montón de lencería carísima y dos encuentros bastante mediocres en los últimos seis meses. Al menos a ella le gustaba mucho su nueva ropa interior, que era muy sexy, aunque Joe no hubiera sabido apreciarla.
Después de aquello, Miley se resignó a tener un matrimonio cómodo, aunque no fuera apasionado. Después de todo, en un matrimonio había cosas más importantes que el sexo. Y al casarse con Joe contribuía de una forma decisiva a unir a las dos familias, a cimentar su relación empresarial y elevar el perfil público de la compañía. Aunque hubiera querido echarse atrás, no habría podido hacerlo sin provocar la madre de todos los desastres.

Con todo, el desastre se las había arreglado para encontrarla a ella.
—Dios, soy un auténtico gatito —gimió Miley mientras se tiraba en la cama. Después se sentó y apretó los puños—. Quiero ir ahí abajo y darle un buen puñetazo en los dientes.
Demi lanzó una áspera carcajada.

—Venga, vamos. Yo te lo sujeto. Pero no te olvides de darle también una buena patada por ahí abajo.
Entonces oyeron que alguien llamaba a la puerta.
—Miley, déjame entrar.

Miley hizo una mueca al oír aquella voz temblorosa que arrastraba las palabras. Genial. Su madre no solo era un caso perdido emocional, como de costumbre, sino que encima llevaba una buena curda. Por lo general, era Miley la que tenía que calmar a su madre y hacerla bajar del árbol emocional al que se hubiera encaramado pero esa noche ya no tenía fuerzas. Cogió a Demi por los hombros y le rogó:
—Tienes que deshacerte de ella.

Demi fue a la puerta y le hizo un gesto a Miley para que se escondiera en la cocinita de la suite mientras ella contestaba a la puerta. Miley oyó la voz apagada de Demi y después la más aguda de su madre.

—Lo de ahí abajo es un caos —sollozaba su madre—. No hacen más que preguntarme qué pasa y yo no tengo ni idea. Billy ha desaparecido con Joe y Miley tiene que bajar para tranquilizar a todo el mundo. —A Leticia se le quebró la voz y Miley oyó el graznido apagado de su madre sonándose la nariz—. Y toda la prensa local está por aquí. ¿Qué diantres les voy a decir? No hay nadie que me diga lo que tengo que decirles.

—Señora Cyrus ¿por qué no se va a su habitación y se toma un poco de café? Yo llamaré a la coordinadora de la boda y haré que ella lo solucione todo.
—Pero Miley…

Miley se asomó a la esquina y Demi se movió para bloquear físicamente la puerta con su cuerpo. Por suerte, la madre de Miley compartía el cuerpo menudo de su hija así que Demi no tuvo problemas para hacer de gorila de discoteca.
—Confíe en mí, señora Cyrus es mejor que su hija no vea a nadie ahora mismo. ¿Quién sabe qué más sería capaz de hacer?

En circunstancias normales no era difícil arrollar a la madre de Miley y era obvio que el estrés de la noche había despojado a la buena mujer de sus escasas reservas de fuerzas. Con un pequeño sollozo lastimero y el ruego de que Miley fuera a visitarla cuando se sintiera con ánimo, Leticia accedió a retirarse a su habitación hasta el día siguiente. Miley tomó nota mentalmente de enviarle un Martini bien cargado.

Después dio un suspiro de alivio cuando oyó que Demi cerraba la puerta y corría el cerrojo de seguridad. Su amiga regresó a la suite y rodeó los hombros de Miley con un brazo.

—Ya está. Mi madre va a sufrir por fin un ataque de nervios y será todo culpa mía.

—No le va a pasar nada. Mañana a primera hora la van a llamar todas sus amigas por teléfono para soltar los «ohs» y «ahs» de rigor por el escándalo que has provocado y tu madre podrá regodearse en toda esa compasión y todas las atenciones que le van a prodigar.
Miley bufó.

— ¿Crees que les sobrará un poco de compasión para mí?

—Sabes que estás mejor así, ¿verdad?

Miley se encogió de hombros y se sentó en la cama.
—Creo que podríamos haber conseguido que funcionara. Nos conocemos desde siempre. Nos movemos en los mismos círculos. Jamás he tenido que preocuparme por si iba detrás de mí dinero.

—O de tu cuerpo. —Demi se dirigió directamente al minibar y apareció con los brazos cargados de botellas diminutas.

—Para algunas personas…

—El sexo no es lo más importante —Demi terminó por ella el sonsonete—. Si hubieras dado alguna vez con un chico que sabía que es lo que hacía…

Miley puso los ojos en blanco. Se había acostado con más de un chico antes de Joe (con dos, para ser exactos) y los resultados jamás habían sido esa conmoción trascendental que describían todas sus amigas. Tampoco se había preocupado demasiado por el tema.
Demi no se rendía.

—Y aparte del sexo, ¿qué hay de la confianza, la compañía y todo eso? Admítelo, Miley, la única razón para que empezaras a salir con Joe ya en primer lugar fue por la ley del mínimo esfuerzo y porque era un modo de garantizarte la aprobación de tu padre.
Miley lanzó un gemido, incapaz de negar la verdad.

—Es patético. Yo soy patética.

—Lo has dicho tú, no yo —dijo Demi por lo bajo.

Miley le sacó la lengua, después se pasó las manos por el pelo e hizo una mueca cuando sus dedos se toparon con la densa capa de laca que lo cubría.

—Agh, necesito una ducha. Prepáranos unas copas.

Miley oyó el tintineo de las botellitas cuando se metió bajo el chorro y empezó a frotarse con vigor para quitarse hasta el último rastro de maquillaje, laca, vino y tarta, en un intento de borrar aquel día de su vida en el proceso. Estaba tan harta de ser educada… no quería morderse más la lengua para guardar las apariencias. Sus agallas tenían que manifestarse de una vez, que ya llevaban un retraso de veinticuatro años.

Salió del baño quince minutos después, sin laca y sin maquillaje. Miró la copa que le ofrecía Demi y sacudió la cabeza. Su amiga frunció el ceño, confundida.
—Es Chardonnay, lo que bebes siempre.

—Dame eso —dijo Miley mientras cogía de un manotazo una botellita de tequila del aparador.
—Esto… Miles, ¿estás segura de que quieres beberte eso?

—El Chardonnay es para jovencitas sin agallas. Desde hoy, soy una mujer fuerte e independiente. —Destapó la botellita de Cuervo con un floreo—. Me gustaría proponer un brindis por la versión nueva y mejorada de Miley Cyrus. Una nueva Miley que hace lo que quiere, cuando quiere y que no se deja mangonear por nadie. Sobre todo por el imbécil de su marido, un capullo incapaz de esperar a cortar la tarta para tener su primera aventura. —Levantó la botella y se ventiló el contenido de un solo trago.

La nueva imagen de chica dura de Miley Cyrus quedó arruinada cuando le entró tal ataque de tos y arcadas que la tumbó.
—Agh, Esto es asqueroso sin la mezcla para hacer margaritas. —Miley echó mano del vino para quitarse el sabor a gasolina que le había quedado en la boca—. Será mejor que vaya poco a poco antes de ponerme con el tequila.

Sus ojos no tardaron en posarse en una botella de Veuve Clicquot que se enfriaba en un cubo junto con dos copas de champán de cristal de Baccarat.

—Qué romántico —dijo con tono sarcástico mientras se apoderaba de la botella con una mano y de las copas con la otra.

Miley se acomodó en la cama junto a Demi y en un momento destapó la botella y derramó un poco del líquido burbujeante en la moqueta. Después le dio a Demi una copa de champán.

—Vamos a probar otra vez. Un brindis por la nueva Miley Cyrus, antiguo gatito y flamante zorra del momento. —Tomó un largo trago de champán. Las burbujas le cosquillearon por la garganta y le calentaron el vientre de inmediato.

La sonrisa de Demi se apoderó de la mitad inferior de su cara.
— ¡Ya era hora!

—Lo sé. Hace años que me dices que tengo que alejarme de mis padres, vivir mi propia vida y deshacerme de Joe. Creo que todo este fiasco es la forma que tiene de decirme el universo que ya va siendo hora. Hay todo un mundo nuevo de posibilidades, y empieza ahora mismo.

—Así se habla. —Demi tomó un buen sorbo de champán y Miley se apresuró a rellenar las copas.
A medida que el alcohol le iba calentando el vientre, Miley se iba entusiasmando cada vez más con su nueva vida.

—Quiero encontrar a alguien salvaje, alguien totalmente inadecuado para mí.

—Deberías acostarte con su hermano —dijo Demi con los altos pómulos acalorados por el champán—. Ya sabes, Nick Jonas. Dos metros de hombre, hombros anchos y musculosos. Ya me imagino lo que se esconde debajo de ese esmoquin. ¿Y le has visto las manos? Prometedoras, muy prometedoras. Que lo sepas, una buena aventura con él sería la venganza perfecta para hacer enojar a Joe de lo lindo.